Diario de un E-1 (Capítulo 5)

Lo que de verdad me conmueve es tener la seguridad de que existe mucha gente buena en el mundo.

                —Pero si hay más hijos de puta que botellines.

Eso me lo acaba de decir la vocecilla. Yo no estoy de acuerdo. Creo firmemente, después de la teoría de la disociación electrolítica, en la nobleza del ser humano. No lo puedo remediar. Pero es que, es más, es que no lo quiero remediar porque no me sale de las narices (¡ay, madre, esta ira mía que no la puedo controlar!). En fin, que lo que está bien, está bien, y lo que está mal, está mal, y no hay que darle más vueltas a la tortilla.

Otra cuestión que a veces me abruma es no entender por qué, costando el mismo esfuerzo, las cosas terminan por hacerse mal. ¿Pero qué trabajo hay en hacer las cosas bien y a la primera? La de tiempo y la de recursos que se ahorrarían. Si todo estuviera bien organizado, se mejoraría la eficiencia en cualquier sitio.

Esto último me ha hecho recordar una situación reciente. Ahora, cuando la madre de Fernandito habla con su hijo, siempre le pide que le pase conmigo para saludarme. Me preguntó por lo bajini:

                —Joven, te pido que me digas la verdad, por favor. ¿Cómo tiene la mesa de trabajo mi hijo?

                —Hecha unos zorros, señora —le contesté yo.

                —¿Tan mal está?

                —Uf, parece un campo de batalla. Entienda que no pueda ser más explícito, pero está por aquí cerca.

                —Vale, vale, te entiendo, pásame con él, por favor.

Le alargué el teléfono a Fernandito.

                —Tu madre, que quiere hablar contigo. Algo gordo has tenido que hacerle porque parece muy enfadada. Tú sabrás.

Y cuando cogió el teléfono le devolví el mismo gesto que me hizo él aquel día, como diciéndole: “jódete tú ahora, ¿qué creías, que no te la iba a devolver?”

Hay algo que me tiene preocupado. Ya expuse mi recelo de que, al menos en mi círculo más cercano y personal, alguien pudiera enterarse de que soy un E-1. Creo que, antes que nadie, soy yo el que tiene que asimilar esa nueva realidad que ha irrumpido en mi vida como un relámpago que da entrada al trueno de la tormenta existencial. Perdonadme, pero a veces me da por ponerme lírico. Pues eso, que no me daba la gana de que se supiera. Pero creo que, inexplicablemente, he cometido un error.

El error ha sido exponerlo aquí, en mi diario. Pensaba que no llegaría a leerlo casi nadie y, mucho menos, la gente más cercana a mí. No voy a darle más vueltas. Lo digo precisamente por esto:

                —A ver, vecino, ¿qué es lo que tú estás contando por ahí de mí que, al final, uno se entera de todo?

Me sorprendió su pregunta. En una milésima de segundo pasaron por mi cabeza unas 453 suposiciones de cómo pudo saber mi vecino que yo lo estaba mencionando en mi diario. Bueno, 454 si se cuenta la posibilidad de que poseyera superpoderes telepáticos. Él con una me lo aclaró todo.

                —Cucha, vecino, que me ha tenido que llamar mi sobrina, que vive en Argentina, un rato lejos eh, para decirme que me estás sacando por internet y que no paras de poner cosas mías y hasta conversaciones privadas que hemos tenido.

Lo intenté tranquilizar. Y le he dicho que eso no es del todo cierto. Que en ningún momento he dado datos que lo pudieran comprometer, ni siquiera identificar.

                —Vamos, sólo faltaría que pusieras ahí hasta la matrícula del coche.

                —Pero si tú no tienes coche.

                —Pues con más razón.

Aprovecho para aclarar que, cuando mi cerebro detecta una incongruencia lógica, se produce en él una reacción paradójica en la que las conexiones sinápticas se colapsan y, durante cinco segundos de reloj, padezco un estado catatónico agudo. Ya han pasado los cinco segundos. Así que puedo continuar.

                —A ver, vecino, que yo te lo explico todo muy rápidamente…

                —Bueno, de momento no tan rápido, fittipaldi, ya me puedes ofrecer una cervecita que hoy traigo mi tiempo.

Creo que, aunque es temprano, ya me está afectando la depresión vespertina del domingo. Y, además, ya ni me acuerdo de las vacaciones de Navidad de hace una semana. Y, sin embargo, recuerdo perfectamente las vacaciones de verano de 1992. La mente es prodigiosa.

Saqué dos cervezas y nos fuimos al patio.

                —Salud, vecino.

                —Igualmente, vecino.

                —Cucha, vecino, no es por ponerme exquisito, pero deberías poner algo de picoteo que se atraganta uno con la cerveza y no hay nada para echarse a la boca y se pase.

Otros cinco segundos de desconexión. Luego, corté un poco de jamón.

                —Buena elección, vecino, la grasilla del jamón es ideal para desatascar cualquier tipo de artería. Hay estudios científicos al respecto, si quieres te detallo uno que…

                —No, por Dios.

 Y, si faltaba alguien a la reunión, ahí estaba también la vocecilla: “Claro, tú en tu afán de protagonismo te creías que podías mencionar a cualquiera, tan alegremente, en tu diario. Pues prepárate para cuando se entere Fernandito, o su madre, o el propio Deoscopidesempérides, que encima te tiene en un pedestal”.

¡Madre mía!

Mi vecino me sacó de mis pensamientos.

                —Bueno, vamos al grano que se enfría el jamón.

Otros cinco segundos de desconexión. A veces temo que el cerebro, en una de estas ocasiones, se quede así para siempre y no vuelva más.

                —A ver, vecino, la verdad es que estoy escribiendo un diario en un grupo de esos de internet, ya sabes…

                —Perdona que te interrumpa, vecino, pero ¿tú sabes a quién le vuelve loquita el jamón?

                —¿A quién?

                —Me alegra, hombre, que me hagas esa pregunta. Eso es porque estás atento a la conversación.

                —Bueno, me vas a decir a quién.

                —A la Lola, mi mujer.

                —¿Le digo a la mía que la llame?

                —Mira, mejor la llamo yo y me anoto el tanto, que últimamente la tengo un poco enfadadilla.

Y pegó un grito que se escuchó en todo el barrio:

                —Niña, vente para acá, que hoy hemos pillado al vecino generoso.

Para seguir con la lectura del capítulo 6, pinche en el enlace:

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