Diario desde las nubes (Cap. 2)

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Esta mañana me levanté con resaca. Por la noche me visitaron los querubines y trajeron licor de arco iris. Nos pusimos todos morados. Yo, incluso, hasta algo verde. El alma errante cogió tal cogorza que quiso bajar a la tierra para tirarle de los pelos a su cuñado. No lo dejamos, evidentemente. En ningún momento nos pareció una conducta digna de un alma, ni siquiera errante.

Lo malo de las fiestas en casa es que luego me toca limpiar  a mí. Y lo hice temprano, por miedo al mal tiempo. Si la nube se condensa, no hay quien le pueda sacar brillo. En eso estaba, cuando vi de lejos a un alma que llegaba de la Tierra. Como era muy morena, le pregunté de dónde venía. De Afganistán, me dijo. Claro, asentí yo, de alguno de los bombardeos. ¡Qué va! —respondió sorprendido— nada de eso. Ha sido una mala digestión. ¿Una mala digestión?, Claro, hombre, mira por dónde me encontré un paquete de esos amarillos que pone «regalo de los Estados Unidos de América», que lanzan desde los aviones, de comida,  ¿me entiende? Le dije que por Alá que lo entendía. Pues eso —continuó— que me zampé todo el paquete y no vea lo malo que me puse…, vamos, que me he muerto. Vaya, lo siento. Más lo siento yo, no crea, porque si al menos hubiese muerto en uno de los bombardeos, como usted ha dicho, tendría el paraíso ganado y cuantas vírgenes quisiera. Pero morir de empacho, aún de comida americana, no sé yo si Alá, el Clemente y Misericordioso, querrá tenérmelo en cuenta. No sufra, seguro que al menos una portería del paraíso le da. ¿No podría quedarme con usted una temporadita, al menos hasta ver qué pasa con nosotros?, estoy seguro que no seré yo el único que muera por la dichosa comida. Verá –le atajé de inmediato– yo estoy aquí de retiro, ya ve qué humilde es mi nube, no tiene ni siquiera granizo para congelar los alimentos. Bueno, bueno, que donde no me invitan yo tampoco me quedo. Nos despedimos y lo vi alejarse refunfuñando que tenía que haberse muerto de hambre antes de abrir aquel paquete lleno de galletas y carne seca. 

El resto del día ha sido tranquilo y monótono. Al final de la jornada vino un Serafín a pedirme cuentas de las sobras del licor de arco iris. Con mucha educación le dije que no quedó nada. Mentir es pecado, me dijo. Claro, le contesté. Cuando se marchó, replegué una esquina de la nube y conté, a golpe de ojo, al menos siete botellas. Veremos a ver lo que nos depara el mañana. Corría poniente y hasta mí llegaba el hilo musical de la portería del cielo. Tiene que estar abarrotada, pensé, con la de muertos que producen las bombas.

 

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Isidoro Irroca

«Diario desde las nubes» (Obra registrada)